ESPIRITU SANTO
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         La palabra con la que designa el espíritu en la Biblia griega de los LXX es "pneuma", que traduce la hebrea "rüah" (aliento, soplo, espiración).
   En los libros del Antiguo Testamento se refiere por lo general al ser espiritual divino, es decir a un poder imper­sonal, supremo y misterioso del mismo Dios. Con todo, en ocasiones se intuye cierta referencia personalista en el uso que se hace de ella, la cual será común en todo el Anti­guo Testa­mento.
   En los escritos del Nuevo Testamento la personalización e individualización del Espíritu se halla en múltiples pasajes.
   En ellos el Espíritu Santo es intuido como Persona divina distinta del Padre y del Hijo. Esta revelación llega a ser plena en el Nuevo Testamento, cuando es el mismo Jesús el que la comunica a sus seguidores. Es la base de la doctrina Cristiana sobre el Espíritu Santo.

   1. El Espíritu en Jesús

   El Espíritu Santo es el gran regalo de Jesús; es el Enviado por el Padre al mundo y es el Enviado por Jesús para culminar su obra de salvación. Es el alma de la Iglesia y la vida de todos sus miembros.

   1.1. En la Trinidad de Personas

   Los cristianos estamos acostumbrados a pensar y a ha­blar del Espíritu Santo en el contexto de las Personas de la Santísima Trinidad. Casi podríamos decir que no personalizamos a este Santo Espíritu, sino que le aludi­mos sólo cuando nos referimos a la Trinidad Santa de Dios. Por eso apenas si entendemos su Persona, su misterio y su acción en los hombres.
   - Invocamos muchas veces el nombre de la Santísima Trinidad. Oímos decir que en Dios hay tres Personas; que no son tres dioses, sino un solo y único Dios verdadero. Y decimos que el Espíritu Santo es la tercera Persona y se define como Amor Infinito.
   - Con frecuencia hacemos signos y recitamos plegarias e invocaciones a la Santísima Trinidad y, por lo tanto, al Espíritu Santo, glorificando su nombre y reconociendo su acción en las almas.
  - Nos trazamos sobre el cuerpo la señal de la cruz, diciendo: "en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo" y consideramos que con ello atraemos la bendición del cielo.
  - Nos bendicen con buenos deseos y sobre todo con resonancias trinitarias; y, en las bendiciones solemnes, se invoca al Padre, al Hijo y al Espíri­tu Santo.
  - Recitamos la plegaria tradicional de "Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu San­to", y elevamos con ella nuestro homena­je a las Tres Personas sagradas.
  - Es costumbre en la Iglesia de terminar todas las oraciones "en honor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo" y ellas nos mantiene vivo el recuerdo de Dios.

   1.2. Misterio cristiano

   Sin embargo, también el Espíritu es una Persona, como lo es el Hijo, y en la catequesis y educación de la fe hay que ense­ñar a identificarle como presente, actuante y santificador.
   La invocación al Espíritu Santo es un sello de los cristianos, que tiene su con­fianza en el Padre a través del Hijo y por medio del Espíritu. Ellos ponen su pen­samiento en el Espíritu enviado por el Padre y por el Hijo como signo y garantía de que serán escuchados. Un cristiano que no descubre la pre­sencia del Espíritu en su vida carece de algo esen­cial.
   Es el gran don del corazón creyente. S. Pablo decía a los romanos: "No ha­béis recibido un Espíritu de escla­vos, o que os lleve a un régimen de miedo. Ha­béis recibi­do un Espíritu que nos trans­forma en hijos y nos permite decir "Ab­ba", es decir "Pa­dre". Es el mismo Espíri­tu el que se une a nuestro espíritu y nos asegu­ra que somos Hijos de Dios." (Rom. 8.15-17)

 

   2. Identidad del Espíritu Santo

   El catequista precisa ideas claras sobre el Espíritu Santo, como condición de poder dar una buena catequesis so­bre su acción santifica­dora de Dios en las almas.

 


   2.1. Espíritu divino

   El Espíritu Santo es Dios. Se le apli­can indis­tin­tamente los nombres de Espíri­tu y de Dios. Por ejemplo, en el caso del enga­ño de Ananías: “¿Por qué enga­ñas al Espíritu Santo... No has menti­do a los hombres sino a Dios" (Hech. 5. 3). En otros lugares se refleja claramente esta realidad: 1 Cor. 3. 16; 6. 19.
   Como Dios es infinitamente sabio y fuen­te de vida. Al Espíritu Santo se le atribuye la plenitud del saber: es maestro de toda verdad, predice el porvenir (Jn. 16. 13), penetra y conoce los profun­dos misterios de la divinidad (1 Cor. 2. 10) y es quien inspiró a los profetas en el Antiguo Testa­mento. (2 Petr. 1. 21 y Hech. ­1.16)
    Y, como Dios, merece la adoración en el contexto de la Trinidad, pero también considerado como "realidad divina singu­lar". Y esa realidad, misteriosa y persona, oye, conoce, ama, actúa, al igual que el Verbo, que Jesús encarnado.

    2.2. Es la Tercera Persona

    El Espíritu Santo es Persona; por lo tanto es diferente del Padre y del Hijo, aunque sea el mismo Dios. Así se le pre­senta cuando Jesús manda a sus Após­to­les a "bautizar en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo". (Mt. 28.19)
    También se multiplican las alusiones bíblicas a su original identidad. Es el Pará­clito (= conso­lador, abogado). Y este térmi­no no puede referirse sino a una per­sona que actúa en las almas y en la Igle­sia (Jn. 14. 16 y 26; 15. 26; 16. 7).
    Con frecuencia el mismo Jesús alude a El con funciones concretas. Se le llama "abogado o intercesor" ante el Padre y se dice de El que es "maestro de la verdad" (Jn. 14, 26; y 16. 13), que da testimonio de Cristo (Jn. 15. 26), que conoce los miste­rios de Dios (1 Cor. 2. 10), que predi­ce lo futuro. (Jn. 16. 13; Hech. 21. 11)
     El Espíritu Santo es original, activo y transformador del mundo. Interesa en la cate­quesis resaltar su protagonismo santi­fi­cador, en unión al Padre y al Hijo. Por ejem­plo, Jesús le llama “transforma­dor del mundo". (Jn. 14. 26)

    2.3. Y Persona actuante

    La acción divina del Espíritu Santo se muestra, ante todo, en su labor transfor­ma­dora y en su referencia a Jesús. Su acción comienza en al acto creador trini­ta­rio, pero se perfila como singular en el prodigio de la encarna­ción del Hijo de Dios (Lc. 1. 35; Mt. 1. 20): "El Espíritu Santo te cubrirá con su som­bra...".
    Y su acción divina culmi­na en la impre­sionante­ llegada el día de Pentecos­tés (Lc. 24. 49; Hech. 2. 2-4), cuando se hace presente en los seguidores de Jesús y los confirma en la plenitud de su gracia y de su fortaleza.
    Los Apóstoles repiten sin cesar que es el "dador de toda gracia": de los dones de Dios (1 Cor. 1.2) y de la justificación en el Bautismo (Jn. 3. 5) del perdón del pecado (Jn. 20. 22; Rom. 5. 5; Gal. 4. 6; 5. 22)

    3. Procedencia del Espíritu Santo

    En la catequesis hay que insistir en su identidad divina: es Dios infinito, eterno e inmutable. Se insis­te en la Escritura y en la Tradición que proce­de del Padre y del Hijo por vía de espira­ción.
    El término de espira­ción, espíri­tu, soplo, es una forma de ha­blar humana para tratar de reflejar un misterio divino.
    La doctrina de la Iglesia no hace otra cosa que recoger la Palabra de Dios, trans­mitirla y tratar de explicarla. Consi­de­ra como misterio de fe el que el Espíri­tu Santo procede del Padre y del Hijo.
   Y explica esa procedencia con el len­gua­je figurativo del soplo mutuo entre el Padre y el Hijo, como de un solo princi­pio por medio de una única espiración.
   La Iglesia ortodoxa griega enseña des­de el siglo IX que el Espí­ritu Santo pro­cede únicamente del Padre, recogiendo ense­ñanzas y tradiciones anteriores. La doctri­na de la única procedencia del Padre se hizo oficial entre los ortodoxos en su Síno­do de Cons­tantinopla, presidi­do por Focio en el año 879. Allí se recha­zó como heréti­co la expresión "Filioque" (y del Hijo), que aña­dían los latinos en el Credo.
    Contra esa doctrina, el II Concilio univer­sal de Lyon (1274) proclamó la fórmula de la doble procedencia: "Se debe profesar que el Espíritu Santo eternamente proce­de del padre y del Hijo y se debe defen­der que procede de un sólo principio y no de dos, como si de una espiración se tratara y no de dos". (Denz. 460)
    Aunque ni en el Concilio de Nicea ni en el de Constantinopla se hable de esta pro­ce­den­cia unitaria de las dos Perso­nas, la doctrina se fue extendiendo en Occidente. Fue el Concilio III de Toledo de 589 el que prime­ro reflejó esta creen­cia o doctrina en una formulación, luego universalizada en los demás Sínodos y Concilios.
    El apoyo bíblico a esta doctrina es claro (Mt. 10. 20; Jn. 1. 5; 1 Cor. 2. 11; Gal 4. 6; Hech 16. 7). La cuestión es más especula­tiva que práctica, por lo cual no hay que resaltar tales diferencias en la catequesis.  Pero conviene que el catequista sepa lo que la Iglesia católica enseña y el por qué en el Credo se proclama que proce­de del Padre y del Hijo. Y en la medida de lo posible la haga presente en su catequesis.

     4. Juan, testigo del Espíritu
 
   Gracias a la fe, creemos que el Espíri­tu reside en nosotros. Su presencia y su veni­da a nosotros es similar a la que un día contem­plaron los que iban a recibir el Bautismo en el Jordán.
   El bautista Juan recor­daba con emo­ción el signo del que fue testigo: "He visto que el Espíritu baja­ba del cielo como una palo­ma y repo­saba sobre El. Ni yo mis­mo sabía quién era. Pero el que me envió a bautizar con agua me había dicho: Aquel sobre el que veas que baja el Espí­ri­tu y permanecer sobre El, ese es quien ha de bautizar con el Espíri­tu San­to.
   Y puesto que lo he visto, testifico que ese es el Hijo de Dios" (Jn. 1.32-34)
   Desde que Je­sús reci­biera el Espíritu, el modelo de toda nuestra vida es esa figura profética, que luego se proclama Hijo de Dios y se manifiesta por el Espíri­tu Divino.
   Por eso, tene­mos que acu­dir a lo que nos dice el Evan­gelio del Espíritu Santo sobre el Señor. Sólo así se puede entender algo del Misterioso Espíritu Santo y entender su acción en noso­tros, condición de partida para celebrar su venida sobre la comuni­dad entera de los cristia­nos.
   La Iglesia siempre ha tenido la con­cien­cia de que el Espíritu Santo actúa en sus mie­mbros y que es su fuerza viva en el mundo. Se ha puesto siempre en dispo­si­ción de responder con fidelidad a los de­seos del Espíritu y hacer así de camino para que todos los hombres lleguen a la salvación.
   En la medida en que nos sentimos Igle­sia, facilita­mos esa labor del Espíritu en nosotros y en los demás. Es una labor real, aunque miste­riosa, continua aunque inad­vertida, eficaz aunque no pueda some­terse a medidas te­rre­nas.

    5. Estuvo siempre con Jesús

    La idea del Espíritu Santo es insepara­ble de la acción de Jesús en la tierra. Esa "con­comitancia misteriosa e insisten­te" es uno de los elementos funda­menta­les de la buena catequesis sobre el Espí­ritu Santo, cuya figura y acción hay que entenderla unidas a las de Jesús.

    5.1. Al inicio de su vida

    El Espíritu Santo aparece en el Evan­ge­lio como protagonista de múltiples aconte­ci­mientos relacionados con la salvación.
    + Por su influjo, el ángel del Señor anun­ció a María Santísima el milagro singular de su maternidad virginal.
    +  Por su acción, María llegó a ser ma­dre sin dejar de ser virgen. (Lc. 1. 35)
    + El ángel, bajo la inspiración divina, pro­nunció alabanzas hermosas que tan­tas ve­ces recordamos los cristianos cuando recitamos el "avemaría". (Lc. 1. 37).
    + Isabel se llenó del divino Espíritu al recibir la visita de María y se desahogó con alabanzas y con alegría, sintiendo la pre­sencia del Señor. (Lc. 1. 41) 
    + El Espíritu fue quien iluminó al ancia­no Simeón en el Templo y a la profétisa Ana, para que hablaran del Señor a todos los que acudían. (Lc. 2. 27)

   5.2. Y en su ministerio profético

   Cuando la vida de Jesús se hundió en la oscuridad de Nazareth, también el Espí­ritu siguió actuando en aquel hombre que se proclamaba Hijo de Dios. Y ape­nas le llegó la hora designada por el Padre para co­menzar su obra de salvación, el Espíri­tu Santo comen­zó a manifestarse.
    + Sobre Jesús se apareció en forma de paloma, cuando acudió al Jordán para ser bautizado por Juan y comenzar su ministe­rio público. (Jn. 1. 33)
    + Bajo su impulso, Jesús fue al desierto para ser tentado y para que se preparara a su misión. (Mt. 4. 1)
    + Por el Espíritu Santo, Jesús se llena­ba de gozo en su tarea, viendo que la verdad de Dios llegaba a los sencillos. (Lc. 10. 21)
    + Declaraba muchas veces, como lo hizo al maes­tro de la Ley llamado Nico­demo, que era preciso volver a nacer de nuevo por la acción del Espíritu Santo. (Jn. 3. 5)
    + Recordó que quienes pecan contra el Espíritu Santo difícilmente podrían ser perdona­dos. (Mt. 12. 32)
    Su último mensaje en la tierra fue el mandato a sus discípu­los para que predi­caran su Evangelio en el nombre de las tres Personas de la Santa Trinidad: "Id y anun­ciad la buena nueva a todos los habi­tan­tes de la tierra, bautizándoles en el nom­bre del Padre, del Hijo y del Espí­ritu Santo y ense­ñadles a cumplir lo que yo os he mandado." (Mat. 28. 19)

    6. Venida del Espíritu Santo

    La Iglesia celebra de forma singular el recuerdo de Pentecostés (a los 50 días), cuando el Espíritu descendió de una forma especialmente significativa

    6.1. La promesa del Espíritu Santo
 
   Jesús prometió con insistencia a sus Apóstoles que enviaría al Espíritu Santo para completar su obra. La promesa de Jesús ha sido siempre consi­derada como funda­mental en los orígenes de la Igle­sia.
    El recuerdo de algunas palabras de Jesús ayuda a comprender el signifi­cado del Espíritu Santo. Jesús decía a los su­yos: "Si me amáis de verdad, obedece­réis mis manda­miento y entonces rogaré al Padre que os envíe otro Abogado que os ayude y esté siempre con vosotros. El será el Espíritu de la Verdad. Los que son del mundo no pueden recibir­lo, por­que no pueden verlo ni cono­cerlo. En cambio vosotros le conoce­réis, porque ya vive en vosotros, en vuestro inte­rior" (Jn 14. 17).
    Incluso Jesús llegaba decir a sus A­pós­toles palabras comprometedoras como éstas: "Os conviene que yo me vaya de vuestro lado. Pues, si no me voy, el Abo­gado no vendrá a vosotros. Pero, si me voy, os lo enviaré. Y cuando El venga, os mostrará todas las cosas. Y os enseña­rá dónde está el mal y dónde está el camino de la salvación... Enton­ces podréis com­prender la verdad plena." (Jn.16.10-12)
    Podemos decir de alguna manera que, sin Espíritu Santo, no habría Iglesia. Y que, sin entender la acción de la Tercera Perso­na de la Santa Trinidad, no com­pren­dere­mos la realidad profunda de la Iglesia.
   Jesús prometió la presencia del Espíri­tu a sus seguidores en su labor predica­do­ra. El Espíritu estaría con ellos. (Mc. 13. 11)
   La figura del Espíritu Santo está en los labios de Jesús cuando envía a sus Após­to­les y discípulos a sembrar su mensaje por todo el mundo y a perdonar en su nombre a los pecadores. Les dijo enton­ces: "Sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíri­tu Santo; a quienes perdo­néis los pecados les queda­rán perdonados, y a quienes no se los perdo­néis, les que­darán retenidos". (Jn. 20. 22)

   6.2. La misión del Espíritu Santo

   Lo más catequístico de la riquísima doc­trina de la Iglesia sobre el Espíritu Santo es su actuación en la vida de los creyen­tes. El Espíritu Santo, el santifica­dor, reci­bió también una misión del Padre y del Hijo para que consagrara y prote­giera a los se­guidores del Señor.
   El Espíritu Santo no es enviado única­mente por el Padre (Jn. 14, 16 y 26), sino también por el Hijo: "El Abogado que yo os enviaré de parte del Padre" (Jn 15. 26). La misión del Espíritu Santo es continua­ción, en cierto sentido, de las misma mi­sión de Jesús; por lo tanto completa, plenifica y proyecta a las al­mas lo que Jesús hizo (Jn. 16, 7; Lc 24. 49; Jn. 20. 22). Para eso el Espíritu Santo fue enviado por Jesús y por el Padre.
    Cuando más tarde los discípulos de Jesús pusie­ron por escrito algu­nos he­chos y palabras del Maestro, recor­daron con especial cariño las acciones que po­dían atribuir al Espíritu Santo, del que tanto habían oído hablar.

    6.3. La invocación al Espíritu

    Es una necesidad continua de los cris­tia­nos. Las llamadas al Espíritu de Dios y de Jesús son continuas. Los sacramen­tos se administran en la Iglesia "en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo". He­mos asistido a Bau­tizos y Confirmacio­nes; hemos presenciado Matrimonios y Ordena­ciones; nosotros mismos recibi­mos la absolución peniten­cial en el nombre de la Trinidad Santa. En todas las plegarias sacramentales se invo­ca la gracia de Dios en el nombre trinitario.
    Sin caer muchas veces en la cuenta del sentido de lo que queremos decir o de lo que oímos, repetimos la invocación tanto que corremos el riesgo de no valo­rar el sentido que ella po­see. Y en la catequesis hay que enseñar a sentir lo que se dice.
    Nuestra costumbre viene de lo más pro­fundo del mensaje evangélico. Jesús siem­pre habló de su Padre y todo lo hizo bajo el impulso del Espíritu Santo.
     Y nosotros debemos mantener esa refe­rencia esencial al Espíritu Santo, pues el Animador, el Conso­lador, el Abogado defen­sor prometido y es la fuente de la vida de la Iglesia.
     El es el principal artífice de la obra de Jesús, que es la comunidad que formó para que la salvación llegara a todos los hombres.
     El Espíritu Santo es Dios y como a tal le reclamamos en nuestra vida, ciertos de que su promesa es infalible. Lo es como el Padre y el Hijo son infalibles. Es la Ter­cera Persona de la Santísima Trini­dad, en la cual cree­mos con fe práctica.
     Se actualiza su pre­sencia y su acción en la recepción de los sacramentos, por ejem­plo cuando el cristiano recibe la con­fir­ma­ción y siente la plenitud de la fe en su corazón y en su alma.


  


 

 

 

   

 

 

    7. Dones del Espíritu Santo

   Siguiendo la tradi­ción profética e inter­pre­tando un texto de Isaías (Is. 11. 1-2), ha sido habitual en la Igle­sia el resu­mir sus dones y regalos en siete, que están pre­sentes en germen en quien recibe el Bau­tismo e inicia su vida cristia­na:
     - El don de SABIDURIA nos impul­sa a saborear y profun­dizar las cosas que son del Reino de Dios poniéndolas en nues­tra vida las primeras de todo.
     - El don de ENTENDIMIENTO nos prepa­ra para ser capaces de descu­brir y de cono­cer con profundi­dad todos los miste­rios de Dios, los cuales Jesús nos quiso comunicar para nuestro provecho.
     - El don de CONSEJO, con el cual pode­mos ayudar a los demás, no facilita el discernimiento en las diversas eleccio­nes que tenemos que hacer para seguir la inspiración de Dios.
     - El don de CIENCIA nos permite seguir avanzando en el descubrimiento práctico de lo que más nos conviene para nuestra propia salvación.
     - El don de FORTALEZA nos permi­te enfrentarnos valientemente con las difi­cul­tades y obs­táculos que hallamos en nues­tro camino, especialmente con las tenta­cio­nes y con los peligros que ace­chan a nuestra alma.
     - El don de PIEDAD o de amor a nues­tro Padre Dios nos impulsa a acudir a El con confianza y con la seguridad de que recibi­mos todas sus ayudas providencia­les.
     - El don de TEMOR DE DIOS es el que nos mueve a temer ofender a Dios y mere­cer su rechazo por nuestras infideli­da­des. Sobre todo nos hace temer el perder su amistad y caer en la tentación.
     Con todo, los dones del Espíritu no se pueden simplificar tanto como para redu­cir­los a una relación matemática de siete. El mismo texto original he­breo del profeta Isaías habla de seis do­nes, aunque la versión de los LXX desdo­ble el término piedad en piedad y temor. Y la Escritura está llena de alusiones que sobrepasan los términos del texto de Isaías.
   Es con todo una de las profecías más recor­da­das por los evange­listas y por la Iglesia: "Saldrá un vástago del tron­co de Jesé y brotará un retoño de sus raíces. Y reposa­rá sobre él el Espíritu del Señor. Será un Espíri­tu de sabiduría y de enten­di­miento, de con­sejo y de fortaleza, de cien­cia y de piedad" (Is. 11.1-2)
    Recogiendo esta manera de hablar, noso­tros nos acordamos de los dones del Espí­ritu Santo como de regalos de amor.
    La riqueza del Señor es inmensa y no tiene ni número ni medida. Cuando se apodera del alma la llena de bendiciones y de fuerza. Como dice San Pablo, pro­du­ce en ella frutos excelentes: "El Espí­ritu da alegría, amor, paz, tole­rancia, amabi­lidad, bondad, lealtad, humil­dad y dominio de sí. Ninguna ley existe en todas estas cosas para los que viven bajo el Espíritu y perte­necen a Cristo crucifica­do." (Gal 5. 22-23)

    8. La Iglesia, fruto del Espíritu

    La Iglesia siempre tuvo devoción espe­cial y amor inmenso al Espíritu Santo. Ella sabe que nació como fruto directo de la acción animadora de la Tercera Perso­na de la Santísima Trinidad.

    8.1. Presente en la Iglesia

   El Espíritu Santo fue quien configuró y dio plenitud a la obra de Jesús en aque­llos primeros seguidores suyos. Ellos apenas podían comprender lo que el Maestro estaba realizando en el mundo. Alguien tenía que darles luz y fuerza.
    Es como si Jesús, en quien se hallaba "encarnada" la Segunda Persona, se hu­biera encargado de juntar y de preparar a los Apóstoles y Discípulos y como si tuvie­ra que venir la Tercera Persona, el Espíri­tu, a culminar la obra iniciada; como si Jesús hu­biera formado el "cuer­po" de la Iglesia y el Espíritu la diera "el alma".
    Es una comparación no del todo exac­ta, ya que el Espíritu Santo y Jesús eran inseparables y todo lo hacían a la vez. Pero vale para explicar cómo la Iglesia es obra singular del Espíritu Santo, lo cual nosotros no podemos entender del todo.

    8.2. Administradora de dones

   Varios aspectos importantes debemos aludir sobre la acción del Espíritu Santo en la Iglesia:
     - La Iglesia es la heredera del Espíritu de Jesús, de sus ilusiones, de sus pro­yec­tos de salvación, de su amor a los hom­bres, de su intención de ayudar a todos.
     - La Iglesia es la administradora de los dones que Jesús trajo. Ella distribu­ye como mediadora sus rique­zas espiritua­les, sus gracias y regalos, sus beneficios.
     - Es la encargada de recordar todas las manifesta­ciones que Dios tuvo a lo largo de la Historia de la salvación. Ella guarda y explica las Promesas de los Patriarcas, los Anuncios de los Profetas, los Benefi­cios recibidos del cielo.
    Toda la esperanza del Antiguo Testa­mento está de alguna manera depositada y guardada en la Iglesia, nuevo Pueblo de Dios. Pero también es depósito de todas las enseñanzas de Jesús. Es el Cuerpo Místico de Cristo, en el cual se conserva todo el mensaje del Reino de Dios.
    Para cumplir todas estas labores nece­si­taba un Espíritu de fortaleza y de sabi­du­ría. Ese Espíritu Santo es el que ejer­ce en la Iglesia tan hermosa y elevada misión.

    8.3. Conocer y amar al Espíritu

    El mensaje de Jesús sobre el Espíritu Santo es claro y consolador. Habla con tanta frecuencia de El, que resulta fami­liar en el Evangelio. Mu­chas veces Jesús re­cuerda su labor y su misión en medio de los hombres.
    Si queremos hacer un estudio intere­san­te sobre lo que el Espíritu Santo represen­ta en el pensa­miento de Jesús y, por lo tanto, de toda la Iglesia, debe­mos revisar en un Nuevo Testa­mento textos como éstos:
      - Es Espíritu que enseña. Lc 12. 12.
      - Es Espíritu de Vida. Jn. 6. 64.
      - Es Espíritu Consolador. Jn. 12. 26.
      - Es Espíritu de Verdad. Jn. 16. 13.
      - Es Espíritu de la Fortaleza. Hch. 8.2.
      - Es Espíritu de Santidad. Rom. 1. 4.
   Se le llama también Espíritu de amor, Espíritu paz, Espíritu de luz, Espíritu de fortaleza, sobre todo Espíritu de Dios, Espíritu de Jesús, Espíritu de los Profe­tas.

   8.4. Catequesis eclesial del Espíritu.

   La mejor forma de presentar al Espíritu Santo en la catequesis es reflejarle como Vida de la Iglesia, como la fuerza interior de los creyentes. Nuestras experiencias sobre el Espíritu Santo no pueden ser sensibles y exteriores. La idea de espíritu alude a Algo o a Al­guien invisi­ble, pero real. No puede ser percibido por nuestros sentidos y no puede ser entendido por nuestra mente limitada.
  A veces podemos hablar de cosas espiri­tuales que nos resultan familiares:
      - Cuando nuestra mente capta una idea o ve la solución de un problema, algo sutil y espi­ri­tual luce en ella y la llena de luz.
      - Cuando un recuerdo cruza nuestra me­moria, sin cuerpo, sin forma, sin mate­ria, algo insensible y espiritual late en ella.
      - Cuando un sentimiento ín­timo anida en nues­tro corazón y sentimos la belleza de una obra de arte, la grandeza de un ges­to noble o la sublimidad de una doc­trina sutil.
      - Cuando algo delicado, sublime, espiri­tual aletea en nues­tro interior y sentimos la presencia inexplicable de algo noble que nos invade y nos inclina hacia el bien, la verdad o la belleza.
      - Cuando la belleza de un paisaje no impresiona y descubrimos lo que hay más allá de lo material y sensible
     Nada de esto es tan sutil como el Espíri­tu Santo, pero todo ello puede acercarnos a superar las figuras más sensibles con las que iconografía de los artistas ha intentado transmitir la imagen o la presen­cia del Espíritu: paloma, lla­mas de fuego, luz, viento, etc.
     Si para los niños pequeños no es posi­ble otra figura que la que afecta a los ojos o a los oídos, para los ya mayores la abstrac­ción les permite acercarse más al misterio de los invisible y a la acepta­ción de los incomprensible.
     No hay que ver la catequesis del Espí­ri­tu Santo como especialmente difícil de pre­sentar. En ella todo depende de la prepa­ra­ción doctrinal, de la sinceridad en la inten­ción y del verdadero amor que el catequis­ta tenga en su tarea educadora, sobre todo tratándose de esta maravillo­sa e in­com­prensible realidad.
     El Espíritu santo flota en el universo y hay que saber descubrirlo para ado­rarlo.

    9. Del Espíritu nació la Iglesia

   No podríamos nunca entender lo que es la maravillosa obra de la Iglesia, sin tener presente al Artífice divino de ella. Cierta­mente que la Iglesia ha sido esta­blecida por Jesús. Pero, es el mismo Jesús quien ha confiado al Espíritu de amor, al Conso­lador, al Abogado defen­sor, que se haga presente en la Iglesia para dar la vida sobrenatural de que es portadora.

 


  
    Si no fuera por el Espíritu Santo, la Iglesia no dejaría de ser una sociedad religiosa hermosa, pero humana. Gracias a su presencia y a la influencia de sus do­nes, la Iglesia es muchos más: es una fuente de vida para todos los hombres, es una hoguera de amor para sus miem­bros, es un reflejo de la misma gracia divina presente en medio de los seguido­res del Señor, de quien ella es sacra­men­to.

   9.1. Catequesis sobre el Espíritu

   El discurso de Pedro en el amanecer del día de Pentecostés fue el primer acto de la nueva comunidad de la fe cristiana. Fue la presentación de la Iglesia ante la gente que se había congregado en torno al lugar en que estaban los Apósto­les. Y fue el primer acto catequístico de los seguidores de Jesús. Por eso ha sido siempre mirado como referencia de una catequesis vital, eficaz, evangélica.
    El libro de los Hechos termina el rela­to diciendo con gozo lo que fue la acep­tación del mensaje."Los que aceptaron con agra­do la invita­ción se bautizaron y aquel día se unieron alrededor de 3.000 perso­nas. Y perseveraban en la ense­ñanza de los Apóstoles, en unión frater­na, en la frac­ción del pan y en la oración de todos juntos." (Hech. 2.41-42)

    9.2. Fiesta de Pentecostés

    El día de Pentecostés comenzó de algún modo la marcha de la Iglesia por todo el mundo. Por eso la Co­munidad de los seguidores de Jesús consi­deró el gran acontecimiento de Pentecos­tés como el naci­miento de la Iglesia pere­grinante por el mundo.
   La Iglesia celebra ese recuerdo como el gran día en que ella comenzó a vivir en el mundo. Con su venida, inició su camino evangelizado­r. Por eso renue­va su recuer­do todos los años a los cin­cu­enta días de la Pascua con singular solemni­dad.
   Jesús había reunido a sus Apóstoles y Discípulos en comu­nidad. Pero no esta­ban firmes, como lo demostraron en el momen­to de la dispersión: "Heriré al Pastor y se dispersarán las ovejas" (Mt 26. 31).
   Pero luego vino la resurrección y la ale­gría del Espíritu se apoderó de ellos. Y permanecieron a la espera de que se cumplieran las promesas del Señor.
   Mientras esperaban, rezaban y com­par­tían recuerdos, meditaban en las profecías cumplidas, se llenaban de gozo por haber sido los elegidos del Señor. Tenían la indicación de Jesús de que debían aguar­dar el cumplimiento de sus promesas y oraban sin cesar ante la inmi­nencia de que Alguien iba a venir.
   Su esperanza se vio cumplida a los cincuenta días (pentecostés). Ese día comen­zó una nueva vida para los cre­yen­tes en Jesús, pues una luz impresio­nante se apoderó de su mente y de su corazón.
  "El Espíritu Santo los inundó a todos y comen­zaron a hablar inmediatamente en diversos idiomas... según a cada uno le inspiraba el Espíritu... Pedro tomó la pala­bra y les dijo en nombre propio y de los once compañeros: Judíos y habi­tan­tes todos de Jerusalén. Prestad oídos a mis palabras... Se está cumpliendo lo anuncia­do por el Profe­ta Joel cuando dijo: "En los últimos días concederé mi Espí­ritu a todo mortal..."(Hech. 2. 1-21)

 

 
 

10. El Espíritu sigue actuando

   El Espíritu Santo vive y actúa en la Igle­sia. Su fuerza es la que sostiene a los miembros de la Comunidad de Jesús a lo largo de los siglos. Ha actuado en el pasa­do y sigue presente en los tiempos pre­sentes.
   El mismo Señor ha prometido per­ma­ne­cer presente para siempre.
   A veces nos interesa ver cómo Dios ha cuidado de su Iglesia a lo largo de los siglos, para apoyar en la experiencia histó­rica la con­fianza bíblica en el porve­nir.
   Desde la venida del Espíritu Santo a la Iglesia de Jesús, nosotros le recibimos siempre en nuestro Bautismo y renova­mos su presencia y su acción cada vez que nos disponemos, sobre todo por los sacra­men­tos, a incrementar nuestra fidelidad.
   El Espíritu sigue actuando en todos los que creemos en Cristo. Ese recibir al Espí­ritu Santo quiere decir que nos incor­pora­mos al plan de Dios. Al ser redimi­dos por Jesús y al ser perdonado nuestro pecado original, quedamos incor­porados a la Igle­sia y, por lo tanto, al Pueblo de Dios, al Cuerpo Místico, a la Comunidad de Jesús.
   No es una comparación sin más. Es una realidad misteriosa y divina que no pode­mos nunca comprender del todo. El sacra­mento del Bautismo, que es la puerta de la Iglesia, nos hace hijos de Dios y por lo tanto herederos del Cielo.
    Esto no sería posible, si no tuviéra­mos al Espíritu Santo con nosotros.

    10.1. Presencia en la comu­ni­dad

    En el concilio Vaticano II la Iglesia de­cía: "Consumada la obra que el Padre había enco­mendado realizar al Hijo sobre la tierra, fue enviado el Espí­ritu Santo el día de Pentecostés, a fin de santificar indefini­damente a la Iglesia y para que los fieles tu­vieran de este modo acceso al Padre, por medio del Espíritu San­to.
   El es Espíritu de vida y fuente de agua que salta hasta la eterni­dad, por quien el Padre santifica a los hombres,  muertos por el peca­do. (Vat. II. Lumen Gent. 4)
   Son muchas las ocasiones, ordinaria­mente imperceptibles, en las que Dios actúa en el corazón y en la mente de quienes ponen su confianza en El. La presencia divina es fuente de paz y de energía espiri­tuales.
   Algunas de estas muestras po­drían ser:
      - La valentía de los misioneros, quie­nes reflejan una segura acción del Espíri­tu que alienta los esfuerzos y mueve a poner la vida al servicio de la ver­dad.
      - La fortaleza de los mártires que es una mues­tra de la acción de Dios prodi­gada en todos los tie­mpos y luga­res.
      - La sabiduría de los doctores y de los educa­dores, la cual refleja tam­bién la infinita sabiduría divina que se hace pre­sen­te en la obras de sus servidores.
      - Especial presencia tiene el Espíritu Santo en ocasiones solemnes en que la Iglesia se entrega a su función de Maes­tra y de anunciadora del mensaje de Jesús: Concilios, Magisterio pontificio, tareas episcopales, sobre todo.
     A veces nos conviene recordar hechos en los que la misma Iglesia ha definido y declarado su conciencia de estar espe­cial­mente asistida por el Espíritu divino.

    10.2. Ejemplos de presencia

   Algunos ejemplos de especial trascen­dencia pueden ser:
      -  La infalibilidad que asiste al Papa y a los Concilios, cuando hablan en nom­bre del Señor. En­tonces el Espíritu Santo les prote­ge contra el error y no pueden equi­vo­carse en todo lo que se refiere a cosas de fe y de costum­bres cristianas.
      -  La ayuda interior que presta a los Pas­tores de la Iglesia, sobre todo al Papa y a los Obispos, cuando traba­jan por el bien de los fieles y para conseguir que el men­saje de Jesús se extiende por el mun­do.
      -  En los Documentos del Magisterio, es decir en los mensajes que el Papa envía algu­nas veces a los cristianos, la acción del Espíritu Santo se halla universalmen­te reconocida. Los más frecuentes son las Encíclicas y Exhortaciones apostóli­cas, que recogen con­signas para la vida en confor­midad con el men­saje de Jesús.
      - La fortaleza en períodos de singular persecución y la supervivencia de los cristianos sólo se puede entender en refe­rencia a una energía divina que nun­ca faltará, según la promesa del Señor: "Las puertas o poderes del infierno nunca preva­lecerán sobre ella" (Mt 16.18-20

     10.3. La acción en la Historia

    La Historia de la Iglesia, a lo largo de 2.000 años, es una muestra casi palpa­ble de que Dios está con ella, a pesar de las limitaciones de sus hijos y en medio de las dificultades que ha tenido que superar.
   La Iglesia tuvo que enfrentarse con dificultades diversas en todos los tiem­pos.

      * Unas fueron exteriores tales, como persecu­ciones al estilo de las que tuvie­ron que padecer los primeros cristianos. Si fue capaz de salir airosa de tantos martirios y destrucciones, se debió a la presencia del Espíritu Santo que estaba con ella.

      * Otras fueron interiores, como cuando algunos miembro tuvieron tentacio­nes de poder, de poseer rique­zas, de imponer formas de vida que no respon­dían al ideal del Evan­gelio con sus consig­nas de pobre­za, de servicio y de renun­cia. Si la Iglesia fue capaz de purificarse de tales deseos, fue porque con ella estaba el Espíritu.

      * La Iglesia tuvo también dificultades ideológicas y doctrinales, como herejías, cismas, disensio­nes, envidias, discor­dias. Si pudo superar­las todas, fue porque con ella vivía el Espí­ritu Santo.

 

 

  

 

   

 



    


10.4. Acción en todas partes

   Muchas de las dificultades exteriores e inte­riores de la Iglesia han nacido de la misma manera de adaptarse los cristia­nos a las diversas culturas.
   A veces han nacido de influencias de gru­pos o de autorida­des que buscaban sus intereses o tenían deseos de mandar sobre los cristia­nos. Y en oca­siones fueron las mismas pasiones de los cris­tianos que, hombres como los demás, dejaron que el mundo se impusiera en sus criterios o en sus sentimientos.
   Ante el riesgo de olvidar o adulterar el men­saje de Jesús, que era para la Igle­sia su razón de ser, el Espíritu Santo la inspi­ró mu­chas veces el camino para superar el peligro y orientarse de nuevo hacia lo que era la voluntad de Dios.
   Si la Iglesia fue capaz de asimilar todos los profundos cambios históricos, se debió a que con ella estuvo siempre el Espíritu Santo inspirando su pensa­miento, sus sen­timientos y su actuación. Si no hubiera tenido en sí la gracia, la fuerza y la luz del Espíritu Santo, no hubiera logrado sobrevi­vir ante las dificul­tades. Pero con ella siempre cami­nó Dios. Tenía la seguri­dad de avan­zar a lo largo de los siglos y cum­plir ante los hom­bres la misión que Jesús le había confiado.

   10.5. Actúa en cada creyente

   En la catequesis sobre el Espíritu Santo es fácil quedarse en sentimientos ambi­guos y teológicos. Pero es conve­niente resaltar la dimensión práctica y personali­zadora que debe tener, sobre todo cuando se dirige a personas con relativa madurez que se sienten desafia­das por sus deman­das espirituales.
   Es bueno recordar a esas personas las grandes demandas del Espíritu en las almas generosas:
        - Actúa en cada mente generosa ofre­cien­do su luz cuando hay que discernir en las cosas de Dios. Es El quien ofrece a la concien­cia en mo­mentos especial­mente difíciles. Cuando se deben tomar deter­minacio­nes que afectan a la fe y a la vida, sobre todo si afecta a compromi­sos defini­ti­vo (matrimonio, vocación religiosa, com­pro­misos profundos de fe, el Espíri­tu Santo da la energía que es precisa para ver con claridad.
        - Ayuda en la práctica de la virtud y en la de la fe. Los movimientos interiores que llamamos "inspiraciones" o ilumina­cio­nes de Dios en la práctica de la virtud, tienen que ver con la acción amorosa del Espíritu Santo en la vida.
        - La acción del Espíri­tu Santo existe cuando discerni­mos la mejor forma de ayu­dar al prójimo, de anun­ciar a Jesús, de dar testimonio de vida cristia­na, etc.
     El Espíritu Santo vive en nosotros cuan­do desea­mos vivir confor­me a los planes de Dios. Respeta la libertad de los creyen­tes, pero responde con eficacia y prontitud a los ruegos de los humildes.
     No es un desconocido para los que aman a Dios. Es un amigo cercano. Es un miste­rioso protector que nunca está lejos cuando se necesita su ayuda. Es Alguien que resulta familiar, aunque no se pueda entender y explicar su presen­cia y su actua­ción.